A diez años de que los frenos del tren Sarmiento fallaran y dejaran 52 muertos, dos sobrevivientes cuentan cómo fue aquel momento y cómo siguieron sus vidas —con sus ausencias y sus dolores— hasta volver a tomar el tren.
Leonardo Sarmiento se levantó temprano en su casa del barrio Carlos Gardel, de la localidad de El Palomar, en el oeste del Gran Buenos Aires. Era una mañana calurosa, y la primera conversación del día la tuvo por teléfono con su novia, quien le preguntó si había pasado por donde vivía ella durante la madrugada. “Sentí que me tocabas el hombro”, le dijo la mujer al hombre de 30 años. Pero él no había salido de su cama en ningún momento de la noche. Con una sensación extraña recorriéndole la mente y el cuerpo, Leonardo se encaminó a la estación de tren Ramos Mejía.
Ese mismo día, Norma Barrientos amaneció en su casa de Moreno, el partido en el que finaliza el recorrido del tren Sarmiento. Su hija de 14 años, Karina Altamirano, a quien solo le faltaban dos meses para cumplir los 15, despertó con ella y le pidió acompañarla a trabajar. “Quedate, estás de vacaciones y hace mucho calor”, insistió la madre.
Luego de varios cambios de vestuario, una remera con un short o un vestido fresco de verano (“siempre hay que salir bien a la calle”, justificó Karina), ambas salieron a tomar el tren. Dejaron pasar dos, hasta que la marea de gente las empujó a subir al tercero, el coche Nº 3772 con la chapa identificatoria “16”. Se dispusieron en el primer vagón.
Siete paradas más adelante, Leonardo entró al mismo coche. Ingresó apretado, con la mitad del cuerpo fuera y colgado de la puerta, como se suele viajar en Buenos Aires. A pesar del amontonamiento de la gente, le gustaba posicionarse en el primer vagón para salir de Once, la otra terminal del Sarmiento, en cuanto el tren tocara el andén. Hacía refacciones en edificios con un amigo y no le gustaba llegar tarde. “Vamos a llegar tarde”, pensó Norma, que trabajaba como empleada doméstica en una casa de familia, mientras veía cómo el tren tenía problemas para arrancar y frenar. No le llamó la atención, era algo común que las máquinas no funcionaran bien. Cuando llegaron a la estación de Morón una mujer la sacó de sus pensamientos y le cedió el asiento.
—“Sentate hija”, le dijo a Karina.
—“No, sentate vos mamá”
—“Por favor, sentate”.
“A mí que me toquen y que me pisen no me importa pero a mi nena no”, pensó. Finalmente, Karina tomó el asiento y se enfocó en su celular.
"Los frenos no me responden", escuchó decir a alguien Norma, quien, casualmente, había quedado ubicada delante de la puerta que conectaba el tren con la cabina del maquinista. Nuevamente, no se sorprendió: esas fallas eran comunes en el ramal Sarmiento. Muchas cosas eran cotidianas en los trenes, ninguna de ellas de una manera positiva.
En el vaivén de gente que subía y bajaba del vagón, Leonardo pudo ingresar completamente su cuerpo hasta quedar ubicado en la mitad del coche.
El tren frenó en Floresta, aunque le costó, y el maquinista debió retroceder para dejar subir a los últimos pasajeros que ingresarían al coche esa mañana del 22 de febrero de 2012.
Las estaciones de Flores y Caballito pasaron a una velocidad inusual y sin detenerse. Leonardo ya estaba ubicado frente a la puerta, fiel a su ritual para salir primero, y miraba mientras que el andén de Once pasaba a un ritmo preocupante. Norma giró la cabeza en dirección al maquinista y dijo: “¿En qué momento va a bajar la velocidad este muchacho?" Lo siguiente fue el impacto. Humo. Dolor.
El tren 3772 chocó hace diez años con el andén de la terminal de Once a las 8:33, en plena hora pico de un miércoles. Todos los noticieros hablaban de lo mismo: “Tragedia” y no accidente, un vocablo que está reservado para situaciones que no podrían haberse evitado.
Hubo 52 muertos, uno era una mujer embarazada, y 789 heridos. Leonardo y Norma pertenecen a este último número; Karina forma parte del primero, el más doloroso, el irremediable.
“Nos vamos a morir, pero no me pegues más” Tras el impacto, Norma quedó aplastada entre una marea de gente que se quejaba de dolores varios. “Arriba mío había un joven que me pegaba con el codo en la espalda. Le pedí que dejara de hacerlo, me acarició el pelo y me respondió que lo perdone pero que si no nos sacaban rápido no íbamos a salir con vida. Yo le respondí: ‘Nos vamos a morir, pero no me pegues más’”, contó la mujer de 56 años en una charla con Cooltura.
También llamó a los gritos a su hija. Nunca recibió respuesta, pero estaba convencida de que se encontraba no muy lejos de ella, atrapada en un tumulto de cuerpos similar. Tardaron una hora en liberarla y el dolor que tenía en la pierna izquierda era tan grande que pensó que se había quedado sin la extremidad.
“Los bomberos tiraban agua, abrí la boca como un pajarito y ese poquito de líquido creo que me ayudó a sobrevivir. Cuando me sacaron, me llevaron al andén. Seguía escuchando ruidos y gritos. Les pregunté por mi hija, me dijeron que seguro estaba en un hospital, que me quedara tranquila”, recordó.
Norma fue trasladada al Hospital General "Ramos Mejía". Allí se encontró con su pareja y su hija mayor. En todo momento preguntó por Karina, ya no estaba convencida de que estuviera a salvo. A las 4 de la madrugada, casi 20 horas después, recibieron la peor llamada que un padre puede atender.
“Me quedaron secuelas en las piernas, tengo hundida una parte cerca de la rodilla, marcas y cicatrices. Siento muchos dolores de espalda, además del peor dolor posible, que es el de una madre que perdió a una hija. Es algo que voy a llevar toda la vida. Siempre le pregunto al de arriba por qué no me llevó a mí”, sufrió.
“No recuerdo cómo llegué hasta ahí” Hubo una foto de la tragedia que recorrió el país. En ella se ve a un hombre que tiene puesta una remera de Boca, colgado de una de las ventanas de lo que quedó del primer vagón. Está con el torso y la cabeza fuera del coche y el resto de su cuerpo dentro. Lo que lo rodea son los restos de chatarra, metal y asientos que alguna vez fueron el tren Nº 3772. A su lado, asomándose por el mismo rectángulo, se ve otro cuerpo, el de un hombre con remera roja. Lo único que se aprecia de su cabeza es el cabello negro. Es la foto que ilustra la tapa de esta edición de Cooltura, y el joven de la camiseta "xeneixe" es Leonardo.
“Estaba en la puerta del otro lado, no es que viajé del lado de la ventana donde terminé. Me desperté y vi gente con celulares filmando y sacando fotos. Al princpio no sentía nada, cuando empecé a recobrar la conciencia escuché los gritos de auxilio. Miré alrededor y tenía un chico al lado mío, con una remera roja y la cabeza aplastada. Estaba muerto”, narró Leonardo.
No fue el único fallecido que vio. Durante las horas que estuvo atrapado, observaba cómo los rescatistas apilaban uno a uno los cuerpos a un costado del andén, frente a él.
Los únicos apoyos que tenía eran los de los bomberos, policías y personal del tren que se turnaban para sostenerlo, hasta que lograron deslizar debajo de su cuerpo una tabla rígida de rescate amarilla que hacía juego con su remera.
Esa fue una de las tantas ironías amargas que lo acompañaron; la más evidente es quizás la de su apellido “Sarmiento”, el mismo nombre que lleva la línea. La otra es que fue, contrario a su rutina, uno de los últimos en abandonar el andén ese día. Cuatro horas estuvo colgado entre la tragedia y la libertad.
“Fue desesperante porque no sabía cómo estaba, no podía ver nada de la cintura para abajo. Al principio sentía dolor en las piernas y la cadera, pero a medida que iba pasando el tiempo se me adormecieron. Al final no sentía nada y lo paramédicos del SAME me decían que no me duerma, que aguante porque ya me iban a sacar”, describió.
Al sobreviviente lo trasladaron en helicóptero hasta el Hospital "Donación Francisco Santojanni". Ingresó con fractura de pelvis y desplazamiento de cadera, líquido en las piernas, rotura múltiple de ligamentos y fractura de tobillo. El centro de salud se convirtió en “su casa” por dos meses y medio.
Cuando ya estaba en su verdadero hogar, Leonardo, junto a otros sobrevivientes y familiares de víctimas, empezaron a pedir justicia. En respuesta, el gobierno nacional le quitó la ayuda económica que le brindaba.
“Actualmente no recibimos nada. Tuve ayuda de gente de la Legislatura porteña, donde me dieron trabajo, porque me faltaban operaciones y no me las cubría nadie porque no tenía obra social”, relató Leonardo. Aún trabaja en la Legislatura y, a diez años del accidente, todavía le queda una cirugía por delante de reconstrucción de una parte de su oreja. No le preocupa, porque dice que, a diferencia de las anteriores, esta es solamente estética.
Las lesiones físicas de Norma sanaron más rápido, aunque en la actualidad los dolores de espalda la perjudican en su trabajo. Sin embargo, la herida que más la lastima es la emocional. Sus nietos y la necesidad de obtener justicia por Karina son los caballos de fuerza de su motor.
“Seguimos esperando que el juez dicte una sentencia transparente, como corresponde. Queremos que vayan presos los que tienen que ir, y todo el mundo sabe quiénes son. Eso esperamos todos, somos una gran familia del dolor”, relató la mujer.
Actualmente no hay nadie preso por la causa, que se realizó en dos juicios. En el primero hubo 21 condenados, pero en una segunda instancia la Justicia absolvió a uno y redujo la condena del resto; en el segundo, se absolvió al principal acusado, el exministro de Planificación Federal, Inversión Pública y Servicios de la Nación Argentina, Julio de Vido.
Después de la tragedia, el gobierno nacional compró 25 nuevas formaciones fabricadas por la empresa china CSR Sifang. Además de carteles luminosos, asientos mullidos y cámaras de seguridad, las mejores incorporaciones fueron las cabinas transparentes de los maquinistas y un sistema de frenado que, ante cualquier falla, hace que el tren se detenga automáticamente.
Dos años y medio tardaron en reemplazar completamente a los viejos vagones. Mientras tanto, el 13 de junio de 2013 un accidente similar, aunque de menor escala, se produjo en el andén de Once. Como consecuencia, hubo tres fallecidos y 315 heridos. Otro episodio se repitió el 19 de octubre del mismo año, que resultó con 105 lesionados.
“La situación del ramal cambió por lo que nos pasó a nosotros, compraron trenes nuevos y mejoraron algunas cosas, pero si no no sé si hubiera pasado algo. No es que funciona bien, mejoró a comparación a cómo se viajaba antes”, reflexionó Leonardo, quien volvió a tomar el Sarmiento para ir a la casa de su madre. Para ir a trabajar viaja en el San Martín.
Tanto él como Norma debieron retomar el uso del tren como medio principal de transporte, ya que es el más rápido y económico. Eso no hace que el viaje sea más fácil.
“Yo veo que el Sarmiento se llena igual. Viajar en el colectivo 57 es muy caro y, lamentablemente, tuve que volver a tomar el tren. Me pasa siempre lo mismo, se me viene todo a la cabeza”, narró Barrientos con una voz quebrada que, luego de un carraspeo, recuperó su tono normal.
“No demuestro lo mal que estoy, siempre que me preguntan digo que estoy bien, pero el dolor de uno va por dentro. No se puede andar llorando por la vida. Me seco las lágrimas, agarro mis cosas y me voy”, finalizó la mujer, quien diez años después repite la misma rutina: amanece en Moreno, toma el Sarmiento y se va a trabajar. La gran diferencia es que ya no espera pacientemente los constantes cambios de ropa de su hija antes de salir.